lunes, 21 de febrero de 2011

Cuando una persona fallece, se lleva consigo todos los secretos que conformaban su vida: sus pensamientos, sus sentimientos, sus recuerdos... Todo perece y el silencio se proclama vencedor.
A pesar de haber aceptado y asimilado la realidad muchas veces las dudas nos corroen y el silencio nos mata.
Sabemos que esa persona no podría volver a la vida, y aunque lo aceptamos, pagaríamos todo el oro del mundo por poder recobrar a esa persona del más allá el tiempo justo para que compartiera su historia con nosotros. Sin embargo, no actuamos desde lo más honesto y profundo de nuestro ser, sino que actuamos desde nuestra parte más egoísta. Necesitamos estar en paz con nosotros mismos y esa paz muchas veces depende de lo que otras personas saben.
Es como crear la historia de tu vida, puedes abandonarla en el cajón más recóndito de tu habitación y convencerte de que está terminada, pero sino la terminas de escribir, la historia quedará siempre incompleta.
Sin embargo, lo peor de todo reside en que muchas veces la muerte no es necesaria para acallar la verdad, los propios vivos nos encargamos de esconderla.
No hace falta morir físicamente para morir en la vida de otra persona. No hace falta morir para que tu historia muera contigo y con ello la paz de lo demás.

M.B.R.


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